Jerónimo Canales era el pontífice de las
personas raras. Un hombre de pocas palabras, menudo y con una mirada que aunque
no desprendiera hostilidad siempre llenaba de inquietud. Vivía con desahogo en
una casona muy vieja de tres plantas situada a la entrada del pueblo. En
escasas ocasiones se le veía por el día pero al anochecer deambulaba por las
calles para recoger las pinzas que se caían de los tendederos de la ropa.
El viento sur era su aliado, las noches
en que soplaba con fuerza alcanzaba un
estado anímico exultante, salía de su casa y no regresaba hasta el amanecer con
los bolsillos repletos de pinzas. Las recogía del suelo como si de monedas de
oro se tratara, no le importaba si fuesen de plástico o de madera o incluso
rotas, porque en la misma habitación donde dormía tenía instalado un pequeño
taller para repararlas.
Durante las veladas ventosas Jerónimo
recorría con un entusiasmo desquiciado las calles en las que residían más
vecinos y en estas aceras y plazoletas donde se ubicaban los bloques de pisos
de mayor altura hallaba su recompensa, esas populares tenacillas que caían de
balcones y ventanas como los frutos
maduros caen de los árboles. En la noche más afortunada llegó a recoger sesenta
y cinco unidades pero en ocasiones regresaba a su casa de vacío, inmerso en un
frustrante nerviosismo que le exigía salir sin demora la jornada siguiente para
resarcirse del fracaso.
Esas
correrías nocturnas no pasaron inadvertidas a pesar de que Jerónimo Canales
actuaba con la máxima discreción, procuraba vestir de oscuro y se movía con
sigilo en los callejones poco iluminados. Resultó inevitable que desde alguna
ventana una mirada fortuita lo descubriera agachándose a recoger su botín y que
algún vecino a pesar de lo intempestiva de la hora se cruzara con él y averiguase su chiflada
actividad, la cual se propagó a los
cuatro vientos y cimentó en el pueblo gran desasosiego.
En ese clima de recelo no tardó en
arribar el primer incidente. Una mujer que salía de su portal para dirigirse a
su trabajo un amanecer lluvioso le sorprendió recogiendo una pinza de color
verde que reconoció como suya.
-¿Qué haces aquí maldito loco?- le
increpó con hostilidad- ¡Dame ahora
mismo esa pinza!
El desconcierto alcanzó en Jerónimo tal
proporción que no supo reaccionar, adoptó una expresión tan ausente, tan
ensimismada, que irritó a un más a la
mujer que le pedía con insistencia que le entregara la pinza. Jerónimo no espabiló hasta recibir un
paraguazo en la cabeza, entonces huyó como alma que lleva el diablo y llegó a su casa con la pinza verde en su
poder pero tan cargado de angustia que se encerró bajo ocho llaves durante toda
una semana.
El segundo litigio fue aún más grave.
Jerónimo percibió una noche como las ráfagas de viento golpeaban en los
miradores de su habitación y a pesar de haberse prometido cesar en sus
actividades nocturnas no pudo evitar perder el sueño y que un hormigueo
comenzara a devorarle. Se ahogaba y tuvo necesidad de abrir las ventanas para
sentir de cerca las corrientes de aire. No podía permanecer quieto, recorrió la
casa de habitación en habitación buscando un refugio, un sosiego ante aquella
ansiedad sin cordura que lo consumía. Las miles de pinzas que acumulaba dentro
de viejos baúles y armarios, sobre estanterías y mesas, a veces ordenadas por
colores, otras tiradas al azar a lo largo de los pasillos no le confortaban,
necesitaba más, otras distintas a aquellas que ya poseía, esas que esta noche
le podía brindar el vendaval.
Jerónimo sucumbió a la llamada nocturna,
al viento, al afán incontrolable de vestirse y salir a la calle en busca de más
pinzas como si se tratara de una
necesidad trascendental. Recorrió varias avenidas sin cobrarse una sola pieza y
la ocasión no podía resultar más propicia, pensó que quizá hubieran advertido
de la llegada del viento y todos en el pueblo recogieron la ropa y los
tendales. A las dos horas de transitar
desesperado, sin resultado alguno, dio
con un balcón bajo, de entreplanta, de fácil acceso; en él había un tendedero
de pie con ropa infantil sostenida por unas pinzas de color rosa con forma de
osito. Jerónimo fue consciente de la oportunidad pues no poseía ningún modelo
así, sin embargo también entendió que entrar en
aquel balcón era un salto cualitativo que le obligaba a traspasar una
arriesgada frontera. Meditó la cuestión y decidió que pese al riesgo no podía
irse de vacío, necesitaba conseguir aquellas pinzas. Alcanzó el balcón sin
dificultades pero con tan mala suerte que una vez en él al dar el primer paso
tropezó con un tiesto donde había plantado un pequeño abeto y cayó de bruces
sobre el tendedero. No tardó Jerónimo en
escuchar ruido y voces dentro de la vivienda, los latidos de su corazón se
dispararon, no debía demorarse en escapar por lo que recogió con alboroto la
ropa que se había caído al suelo para quedarse con las pinzas.
Primero
se encendió un farol que iluminó el balcón y seguidamente se alzó la persiana
como el telón de un escenario teatral. Jerónimo se estremeció al encontrarse
delante de un matrimonio en pijama y una niña que lo miraba boquiabierta. Tanto
el hombre como la mujer eran jóvenes y corpulentos, el marido de gran estatura
y de rostro afilado y facciones duras.
A Jerónimo le impresionó sus miradas tan llenas de ira y desprecio,
aunque lo que realmente le causó más espanto fue advertir que entre sus manos
sostenía unas braguitas de niña estampadas de color turquesa. Hubiese deseado
que la tierra se le tragara en aquellos instantes, arqueó sus cejas en un gesto
apacible de resignación que concluyó en sonrisa forzada. Posó la prenda en el
suelo con sumo cuidado y sin demora levantó una de aquellas pinzas con forma de
osito, en un gesto de imploración, como queriendo que comprendieran que eso era
lo único que buscaba y no se interpretaran malentendidos.
Jerónimo Canales, de una cosa estaba
seguro al observar a través del cristal como el marido dirigía su mano ancha y
musculosa hacia la manilla de la puerta, de aquella situación iba a salir como
gallina desplumada sino ponía alas en sus pies.
21-12-16. S.B
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