domingo, 19 de octubre de 2014


LAS PERFUMADAS
 
Hace ocho o diez años, cuando en la iglesia, en el teatro, en cualquier sitio donde se reunían varias mujeres, pasaba ante nosotros una muy perfumada, solíamos decir husmeando: “¡Hum, qué gusto! ¡Qué perfumada va! ¡Parece una francesa!
Ahora gracias a Dios, no decimos “parece una francesa”, porque las mujeres españolas se perfuman en mucho mayor número: pero decimos otras cosas peores. Los españoles, en general, creemos que una mujer que se perfuma, si no es completamente irregular, por lo menos está a dos dedos. Las mujeres perfumadas se nos antojan poco honorables, no nos parecen muy católicas…
 
 
La otra noche, en una visita, apareció una dama muy crepuscular, muy repintada y muy vistosa, oliendo, que trascendía, a esencia de heno.
“¡Ah, hija, que perfumada vienes!” –dijo la dueña de la casa con retintín.
“Pues, no te creas que me perfumo para que me huelan, sino por no oler yo a los demás. ¡Este Madrid es tan aromático!”- respondió, como una centella, la crepuscular.
En la psicología del perfume, lo primero que hay que estudiar es si el perfume hay de servir para oler o si ha de servir para no oler.
En los países medio civilizados, como el nuestro – donde el baño no es una necesidad diaria como el comer o dormir, sino una vanidad o un sibaritismo de contadas casas y de contadísimas personas, el perfume pierde su condición de intimidad y refinamiento individual, y pasa a ser una aséptica, algo no usado por deleite propio, sino para evitar el perfume ajeno, como hacía notar la dama de la visita...
Fragmentos del libro de Cristobal de Castro: “Las Mujeres”.
La Esfera. Enero de 1918.
Dibujo: Ribas
 
 
 


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