viernes, 16 de noviembre de 2012

Cuento. El Regreso de Enrique Aranda




                   EL REGRESO DE ENRIQUE ARANDA

 

(S. Brera)

 

                         

                                                              1-La Noticia

    

     Antes de que “El Faro del Cantábrico” se distribuyera entre los subscriptores José Sisniega ya fue informado de la noticia. El notario asumió una actitud taciturna y tan pronto como pudo se encerró en su despacho a sopesar el asunto, un despacho en el que tomó con pulso firme a lo largo de su vida muchas decisiones trascendentes y desde el cual a través de sus ventanas ovales, que imitaban a las que hay en los camarotes de los barcos,  divisaba con estratégica panorámica la bahía y el abigarrado núcleo asentado a la sombra de Peña Dorada.     Sisniega eligió la ubicación de su vivienda con el fin de controlar el pueblo desde lo alto, al menos así lo comunicó en cierta ocasión a sus más allegados en un alarde de arrogancia. No en vano la casa formó parte del conjunto de fortificaciones militares que protegieron en tiempos de guerra a la población de Puerto San Martín de las tropas francesas invasoras.

     Sisniega se sintió en esta ocasión distinto, abatido y falto de energía y durante mucho rato mantuvo la mirada perdida en el horizonte, como uno de aquellos antiguos vigilantes de los fuertes que trataban de descubrir la presencia de un navío enemigo en la línea donde el mar y el cielo se confunden.

     Una hora después Sisniega salía del escritorio con urgencia ostensible. Cuantos le vieron y escucharon sus palabras ordenando los preparativos para el traslado inmediato a la capital de él y su esposa no pudieron evitar la confusa sensación de haber comparecido ante un hombre extraño, de mayor edad y de un comportamiento tan indeciso que en nada se asemejaba a quien ellos conocían.

     Al día siguiente de la partida de Sisniega, Hipólito Lombera se apeaba de la bicicleta en marcha de un salto que juzgó para sí de lo más atlético y tras estacionar su vehículo con la acostumbrada meticulosidad entró en la barbería de Sinfo.

     Mariela contempló con estupor la maniobra desde su púlpito acristalado, según su parecer Hipólito a punto estuvo de caer de cabeza sobre la acera al efectuar el osado ejercicio, impropio, dictaminó, de un maestro de escuela cincuentón y de ademanes tan estirados. A hora tan temprana solía el maestro ser el primer cliente pero en esta ocasión un forastero, un marinero vasco cuyo barco atracó en el puerto de madrugada, le había tomado la delantera. Hipólito subsanó esta ligera contrariedad al hallar sobre un estante repleto de panfletos publicitarios relativos a fluidos que hacían crecer el pelo y destruían piojos y parásitos, el último número del periódico local “El Faro del Cantábrico”.

     El semanario reflejaba en portada los recientes acontecimientos que se vivían en México e informaba de la oleada de tropelías sufridas en las haciendas de los indianos montañeses por parte de las huestes revolucionarias. En su interior publicaba una amplia crónica de la romería de San Miguel y varios sonetos de su amigo Leo Valle dedicados a la mar, pero todo lo pasó por encima pues tiempo tendría en el casino de leerlo con la debida atención. Una apreciación poco afortunada si hubiera sido consciente del devenir que deparaba la jornada.

     Sinfo bostezaba navaja en mano deseoso de cruzar pronto “al Español” en busca de un café que avivara su ánimo. De todos modos pese a su alicaído temple aludió con cierto entusiasmo a la romería del sábado.

     -Lástima que cayeran cuatro gotas, porque no fueron más, pero suficientes para provocar la desbandada.

     Hipólito, que fijaba su atención en la sección de ecos de sociedad, asintió con gravedad aunque sin levantar la vista.

     -¿Dice algo de la romería?- preguntó el barbero.

     Hipólito se revolvió en su asiento incómodo. –Sí, dos páginas enteras. Leyó que para Puente Viesgo partía el alcalde Eduardo García, “acompañado de su hija y su respetable señora”. Tres o cuatro noticias completaban la sección local, una de ellas el incendio de la casa del sereno y en otra a Pepín Barquín, patrón del “San Roque”, se le felicitaba por haber capturado en alta mar un calderón de seis metros. Enseguida le atrajo la atención otra breve noticia ubicada en la parte inferior de la página, junto a los anuncios de publicidad, donde solían colocar aquellas informaciones que llegaban a última hora a la redacción del periódico.

     “Nos comunican, vía telegráfica, que procedente de Veracruz (México) es esperado en San Martín este fin de semana el opulento industrial Enrique Aranda. Asuntos particulares lo traen por una temporada sin definir a esta Villa, su pueblo natal, a bordo del vapor francés “Perou” que hará escala por vez primera en nuestra bahía. Le deseamos buena travesía y que sus negocios sean halagüeños. Santander 15 de Mayo.”

     Un escalofrío lo recorrió de parte a parte. Releyó la noticia anhelando haber omitido algún detalle que por insignificante deparara una interpretación distinta pero fue en vano. Enrique Aranda regresaba e Hipólito se extravió en un sinfín de pensamientos que trataban ante todo de deducir cuanto a él podía afectar esta inesperada novedad. Sumido en esta cavilación dejó de escuchar las palabras que Sinfo le dirigía a través del espejo referentes otra vez a la romería de San Miguel. No pudo resistir más tiempo sentado, se levantó y sin mediar palabra salió apresurado de la barbería llevando consigo el ejemplar de “El Faro del Cantábrico” bajo el brazo. Sinfo interrumpió su último quehacer en las patillas del vasco para observar a través de la ventana como Hipólito desaparecía al fondo de la calle pedaleando con ímpetu.

     Mariela, centinela de cuanto acontecía en su pequeño universo acotado en la plazoleta de las Brisas, presenció parte de la escena.

     - ¡Qué hombre, dios mío!- rumió para sus adentros-. Menudo arranque.

     Al otro lado de la calle en el Café Español, Evaristo, el relojero, como todas las mañanas antes de abrir su establecimiento se encontraba apoyado en la barra tomando su café con el orujo de rigor.  A su lado Lucito, el trascendente, ojeaba las páginas de “El Faro” y emitía de cuanto iba leyendo sonoros comentarios a la media docena de parroquianos presentes.

     -¡Imposible que pesara tanto! - exclamó Lucito rubricando su opinión con un golpe en el mostrador que disgustó a Nacho, el camarero. – Yo lo vi en la lonja de la Arenilla y no me pareció que se tratara de un pez tan grande, como mucho- ratificó con rotundidad- cuatro metros.

     Lucito leyó que el alcalde partía hacia Puente Viesgo. –A tomar las aguas se va el viejo – dijo mirando al relojero con expresión afligida-. ¡Qué bien viven los ricos, Evaristo!

     - Así es, aunque estoy por creer que ninguno de ellos vive tan bien como tú.

     Lucito continuó leyendo sin perturbarse, en esta ocasión acerca del incendio de la casa del sereno.

     - La quemó aposta para cobrar el seguro. Si yo le conociera. El comentario suscitó risotadas en el auditorio, tan sólo Evaristo, que limpiaba en esos momentos sus lentes con un pañuelo, frunció el ceño y no celebró esta nueva ocurrencia.

     Un silencio sepulcral atenazó a cuantos se hallaban en el Café Español cuando Lucito terminó de leer la reseña que informaba del regreso de Enrique Aranda. Fue una sacudida áspera que presagió males venideros y resultó muy significativo que nadie dudara de su veracidad. No era asunto que transigiera con broma alguna.

     Evaristo fue el primero en abandonar el local. Todos lo comprendieron, como miembro destacado del Casino tenía más razones que los demás para temer que Enrique Aranda regresara a San Martín. Dijo al marchar que ya iba siendo hora de abrir su tienda, con toda seguridad a ninguno de los presentes se le iba a pasar por la cabeza llevar ese día su reloj a reparar.

     Al mediodía la noticia se había extendido y el pueblo entero mostró una palpable inquietud y un hormigueante desasosiego. No se hablaba de nada distinto y hasta los niños que correteaban por las calles disfrutando de un día sin escuela y los forasteros que se acercaron al pueblo a abastecerse en el mercado, ajenos por completo al regreso de Enrique Aranda, no pudieron sustraerse al aire plomizo y amenazador que tomaba la mañana.

     El viento sur comenzó a adquirir fuerza y provocó un ascenso inusual de la temperatura que vino a complicar la actividad de cuantos faenaban en el puerto desmallando bocartes o descargando banastas de carbón de un barco recién llegado de Gijón.

     En la plaza del mercado quienes atendían los puestos de quincalla, ropas, zapatos y hojalatería en vista del poco negocio que se presentaba y del azote del viento que amenazaba con voltear sus tinglados fueron abandonando el lugar mucho antes de lo previsto.

      Eran casi las dos y apenas transitaba ya gente por las calles. El calor intenso que se experimentaba a ráfagas motivó que muchas familias almorzaran con las puertas cerradas y las persianas bajas. En uno de los pocos establecimientos que permanecían abiertos la fonda “Los Tenedores” la concurrencia distaba mucho de ser la esperada por Florinda, quien con humor apesadumbrado atendía las apenas tres mesas ocupadas por los forasteros y las propias de los comensales habituales. Más que preocuparla que sobrara la mitad de las raciones de cocido y de los besugos que se doraban en el horno le afectaba de modo sombrío la noticia del regreso de Enrique Aranda y las amenazas que éste profirió en el muelle, antes de embarcar en el vapor correo, que gravitaban sobre el conjunto del pueblo. Intuía que muchas cosas iban a cambiar en el puerto de San Martín a raíz de esta novedad y por lo tanto también en la marcha de su negocio.

     A Florinda le atemorizaba la vuelta de Enrique Aranda como al resto de sus vecinos aunque era consciente que él no podía albergar un interés particular en venir a perjudicarla, dado que muy poco tuvo que ver en los sucesos que quince años atrás acaecieron en San Martín.

     A lo largo de la mañana escuchó diversos comentarios y descubrió a tenor de éstos la unánime aprensión generada en el pueblo a los males que se avecinaban. La noticia de la urgente partida de Sisniega se propagó también de manera veloz e hizo mella en el ánimo de más de uno que había confiado en que el notario asumiese el liderazgo del vecindario y decidiera pronto las medidas a tomar. Pero había huido y para él no hubo más que comentarios y reproches despectivos por todas partes. En la lonja del puerto, Florinda, incluso escuchó que don Mateo, el cura, convocó a los feligreses antes de la misa de ocho para aunar voluntades y afirmar el rechazo colectivo a Enrique Aranda y a lo que representó en San Martín durante los años que se mantuvo al frente de turbios negocios.

     Lo que reventaba ahora a Florinda era el clima sofocante y divagar en tantos pensamientos enojosos que a nada conducían. Admitió que lo suyo era limpiar la ropa, fregar platos y cocinar para sus huéspedes y resultaban tareas más que suficientes para tenerla ocupada.

     En una mesa solitaria al fondo del comedor el boticario apenas probó bocado pese a que se sirviera hoy su menú favorito.

      -¿No hay apetito Ramonín? – preguntó Florinda.

  - No tengo hambre.

  - Es el bochorno- suspiró ella- En estas fechas no estamos acostumbrados.

  - Sí, eso creo yo- replicó el boticario meditabundo y a sabiendas que Florinda conocía demasiado bien las causas de su desgana, pues a pocos en el pueblo se les escapaba que Ramonín desempeñó un papel muy activo el día que obligaron a Enrique Aranda a subir a aquel barco que partía rumbo hacia las américas.

                                                            

                                                         2- La Mala Siesta

 

      Después de una mala siesta en la que creyó soñar con algo parecido a un desembarco en la playa de soldados armados con sables y arcabuces, Hipólito determinó visitar a Daniel Ochoa. Confiaba encontrarlo en su casa arrimada a las marismas y departir con él la novedosa actualidad que había sacudido al pueblo en las últimas horas. Ochoa era una de las personas a las que más comprometía el regreso de Enrique Arana, y no tan solo por haber intervenido en su destierro sino por ser el padre de Beatriz.

     El pueblo entero parecía estar echando la siesta, una siesta larga y pesarosa de que no quería despertar. El maestro cruzó las calles veloz sorprendido por su silencio roto por las súbitas rachas de ventisca que atropellaban los desperdicios del mercado. En el puerto sintió que la soledad se engrandecía, el único movimiento perceptible provenía del balanceo de los barcos amarrados al espigón de la dársena. La mirada de Hipólito se dirigió involuntaria hacia el horizonte donde se arremolinaban con rareza nubes encarnadas y le tranquilizó observar al mar encrespado y que fuera de la bahía no se distinguiera rastro de ninguna embarcación. A su paso por el muelle su sombra se proyectó inmensa sobre los muros agrietados de los almacenes. Se inquietó pensando que tenía que estar muy desesperado cuando venía en busca de Daniel Ochoa, a quien no veía desde hacía cuatro o cinco años y recordó los rumores que sobre su mala salud se propagaron en círculos del Casino que llegaban a afirmar que había perdido el juicio y que no reconocía ni a sus mejores amigos.

     La aparición inesperada de Fanequilla, un viejo pescador alto y huesudo que siempre andaba merodeando las tabernas del puerto en compañía de un escuálido chucho, le sobresaltó de un modo desmedido. Fanequilla se le acercó tambaleante, apuntando con el dedo índice hacia arriba

    -No me gustan esas nubes, no me gustan, ni este calor que me cosquillea la barriga- dijo con voz quebrada por el tabaco y el aguardiente. Luego miró en derredor suyo con ojos alocados y desapareció en un callejón, en cuyo fondo un perro medio sarnoso olisqueaba el rastro del pescado en las cajas de madera rotas.

      La casa del coronel Ochoa se levantaba en el linde de las marismas en terrenos abiertos con olor a pasto jugoso y salitre. Hipólito entró en el jardín, escenario en otro tiempo de veladas festivas que convocaron a lo más distinguido de la comarca, desconcertado por el estado lastimoso que ofrecía y contemplando las tapias arruinadas, tomadas al asalto por una jungla de carrizos y juncales, sintió una premonición de desamparo.

      Golpeó el picaporte hasta que la vieja doncella de la familia, le abrió la puerta y le condujo a través de un pasillo y varias salas repletas de sombras hasta la habitación de su señor. Antes de llamar a la puerta se detuvo en seco y miró a Hipólito con expresión afligida.

    -Tiene días sabe- dijo Angelines, que a pesar de su edad se desenvolvía ágilmente.- Precisamente ayer lo visitó su hija y su yerno: el señor Sisniega. Desconozco de qué hablaron pero créame que cuando éstos se marcharon quedó tan irritado que me hizo pasar una noche de lo más insoportable.

     La habitación, una de las más grandes de todo el viejo caserón, resplandecía con una luz tenue y dorada. El coronel estaba sentado en la cama apoyado en un doble almohadón.

     -Déjanos solos Angelines- ordenó Ochoa incorporándose- ¡Adelante, adelante! te estaba esperando.

 -¿Me esperaba?- indagó Hipólito sorprendido.

 -Por supuesto que sí, hubiera resultado una descortesía por tu parte no venir a verme después de tantos años. No te ofrezco ninguna copa de bienvenida porque hace tiempo que no bebo y seguro que de la bodega del sótano ya se habrá encargado mi querido yerno de que no queden ni las telas de araña.

     - No se preocupe don Ochoa yo tampoco bebo.

     -Mucho has cambiado entonces truhan. El maestro miró perplejo el rostro de quien se decía fue el militar más laureado en la última Guerra Carlista sin comprender el sentido de sus palabras; un rostro que no era agradable, de mejillas grandes, una nariz afilada y ganchuda y una boca pequeña sin dientes. Los ojos de un color incierto desprendían un brillo acuoso que causaba desconfianza.

     - Si vienes en busca de Beatriz creo que llegas un poco tarde, encontró mejor partido en el notario-. Ochoa soltó una corta carcajada despectiva. –Tengo entendido que has adquirido una considerable fortuna allá en las Indias. Dicen que traficaste con negros, ¿no es así? Siempre fuiste un mal bicho.

     A Hipólito el corazón le brincaba dentro del pecho y fue incapaz de articular palabra.

    -Pero usted se está confundiendo yo no soy el que cree- terminó argumentando.

    - No te tengo miedo, no soy como Sisniega que abandona el barco como una rata en cuanto supo que regresabas. En el fondo me alegra que hayas vuelto, ahora debes cumplir lo que prometiste.

     En este punto pareció fatigado, pero de pronto, tras un breve intervalo, que a Hipólito pareció extenso y expectante como un mar en el que se avecina el temporal, explotó congestionado.

     -¿Eres tú verdad? –preguntó de forma repentina como si por primera vez dudara de la identidad de la persona a quien hablaba.- Debes vengarte de todos ellos como dijiste en el muelle, ¿me oyes?

     El coronel Ochoa se removía en la cama exaltado y parecía hallarse cada vez más fuera de sí.

     -Busca al alcalde; a don Mateo, el cura; busca a los pelagatos del Casino, como Hipólito y el relojero porque ellos también metieron baza cuando te cerraron el burdel. Y sobre todo encárgate de Sisniega que fue el cabecilla.

     Su rostro se encendía y en las sienes se le batían las venas terriblemente. Había desbaratado la sábana y las mantas y amenazaba con ponerse en pie.

     -¡Búscales a todos ellos y dales su merecido! Estoy harto que vengan a mi casa a robarme, creen que no me doy cuenta pero les veo todas las noches arrastrándose por el jardín como zorras hambrientas, si al menos tuviera mi escopeta. Acaba con todos ellos ¡Prende fuego al pueblo! Y Ahora, vete, largo de aquí ¡Fuera!...

     Para entonces a Hipólito únicamente le quedaba un sedimento terroso en su garganta y una confusa sensación de humillación y soledad.

 

                                                                   3. La Galerna

 

     No halló otro consuelo que trepar por el intrincado sendero del faro para alcanzar la cumbre de Peña Dorada. Realizó el ascenso como hechizado sin una intención concreta ni meditada y sólo se detuvo una vez en todo el camino cuando experimentó una insoportable sensación de vértigo y vacío que le obligó a sentarse unos segundos en una roca para no perder el equilibrio y caer de la atalaya abajo. Desde aquella altura se divisaba la bahía y el puerto de San Martín como desde ningún otro punto, las marismas envueltas por la cinta plateada de la ría; y al fondo las cadenas de cerros y montañas que concluían en tierras ya de Castilla. Abajo, como al alcance de la mano, la mar verdosa rizada por una brisa que había virado repentinamente al noroeste y que con seguridad atraería pronto las nubes y el chubasco.

     El maestro mantenía la convicción de haber actuado con rectitud persiguiendo el bien de la comunidad, fue Enrique Aranda quien traspasó todos los límites; sin embargo ahora le agobiaban los remordimientos. Su notorio posicionamiento frente a él, aunque elogiado entonces por sus vecinos, le colocaba ahora en una situación expuesta, más cuando Sisniega había huido y el alcalde se hallaba ausente en Puente Viesgo. A buen seguro que esta vez nadie iba a dar la cara, pensó irritado, e incluso no sería de extrañar que hubiera quienes saliesen a recibirle al tener constancia que regresaba enriquecido instrumentándole un arribo fervoroso. Los dueños de algunos negocios de San Martín ya manifestaron tiempo atrás que en la época de Enrique Aranda se movía en el pueblo más dinero y había más trabajo. Pronto olvidaron a aquellas dos chicas que aparecieron en la playa desnudas y golpeadas cruelmente. Nada se pudo demostrar pero todas las evidencias señalaban en la misma dirección.

     Desde la cumbre dominaba la villa agazapada a sus pies y no pudo evitar mirarla con un desprecio corrosivo. En ese momento hubiera dado cualquier cosa por encontrar un barco que lo llevara a muchas millas de distancia. Comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia sobre el enmarañado bosque de arbustos y encinas. Hipólito a pesar de haber residido toda su vida en el puerto de San Martín no era hombre avezado en los misterios de la mar y por esa razón no advirtió que algo verdaderamente amenazador transpiraba en sus proximidades. Una de cuyas señales más patentes la instigaba el viento frío que emanaba de las nubes e iniciaba el azote de las olas.

     La visión del mar y su ilimitado horizonte tan sólo despertó en él el anhelo de huir hacia una isla remota. Las nubes se fueron espesando y tornaron el cielo de un color gris metálico, un manto frío y viscoso pareció descender desde lo alto y envolvió a Hipólito en un abrir y cerrar de ojos. A los pocos minutos las tinieblas se adueñaron del paisaje y la bruma densa cubrió los horizontes. El contorno de la costa se eclipsó, el mar más que verse se adivinaba agitándose oscuramente con un afán tempestivo. El viento silbaba ya a su alrededor una estremecedora melodía que se unía al graznido desesperado de las únicas gaviotas que decidieron permanecer junto a sus nidos.

     Hipólito acurrucado en la maleza contemplaba el inmenso poder de los elementos resistiendo a duras penas los embates del furioso vendaval.

     Evaristo, el relojero, supo de buena tinta que el barco que traía de México a Enrique Aranda había anclado al mediodía frente a la bahía santanderina y que una vez desembarcase parte del pasaje y de su carga en el puerto de la ciudad continuaría su rumbo. Una irreprimible angustia lo atenazó cuando pensó que al atardecer “el Perou” arribaría en el embarcadero de San Martín, escala hacia Bilbao. Conforme se aproximaba esta hora empezó a consultar impaciente su reloj, a andar por casa a grandes zancadas yendo de una habitación a otra sin sentido. Al final no pudo soportarlo y salió a la calle anhelando tropezar con algún conocido para comentar la eminente llegada de Enrique Aranda..

     Pensó encaminarse hacia la fonda “Los Tenedores” en busca de Hipólito pero el repique inusitado de las campanas de la iglesia desvió su trayecto. Desde lejos vio que había gente congregada en el pórtico y luego al acercarse distinguió a don Mateo, el cura, atravesando el portón de entrada con la talla de la Virgen de los Desamparados en sus brazos.

     El párroco se dirigió calle abajo en dirección hacia el puerto como sumido en estado de trance, lo seguía un buen número de beatas y feligreses con semblante exaltado. Gente en su mayoría, evaluó el relojero, que antaño al tropezar en la calle a Enrique Aranda se persignaban temerosos y cambiaban enseguida de acera para evitar al máximo cualquier roce con él. Evaristo se sumó a la comitiva sin comprender del todo su propósito.

     A la altura de la plazoleta de las Brisas cayeron piedras de granizo y una espesa niebla hizo su aparición repentina, lo que provocó que la procesión avanzara lenta y a trompicones.

     Mariela no se atrevió ni a descorrer las cortinas del mirador cuando aquel insólito cortejo de sombras pasó bajo su casa. Al único que distinguió fue al cura con el rostro enardecido y en posesión de la imagen sagrada. La sangre se le heló en las venas pues sintió que el frío de la muerte le invadía el corazón, ya que rememoró olvidadas escenas de su infancia, cuando las epidemias de cólera diezmaron la población de Puerto San Martín y la Iglesia impulsó desesperadas rogativas y procesiones.

     Llegaba la galerna, la más devastadora que las villas del Cantábrico iban a conocer a lo largo del siglo. Los marineros palparon que algo formidable iba a acontecer por lo que aconsejaron a unos y a otros que se alejaran del mar. Todo sucedió endiabladamente rápido, el viento que comenzó a adquirir una fuerza descomunal levantó tejados y derribó árboles, entre ellos tumbó la encina varias veces centenaria de la iglesia. El mar le iba ganando terreno a la playa y el oleaje depositaba la espuma en lugares inverosímiles.

     Don Mateo compuso un falso rostro compungido cuando vio como una ola de cerca de diez metros alzaba un barco amarrado en la dársena y lo depositaba despanzurrado sobre la taberna de Amadeo. El pánico se apoderó de todos y cada cual corrió por su lado en busca de refugio. El cura sin embargo se deleitó observando el furioso esplendor de la tempestad y rehusó con altivez el último esfuerzo del relojero por apartarle del muelle

     Hasta el mismo instante que lanzó un grito de espanto al ser arrastrado por el viento don Mateo presintió con suma vanagloria que estaba patrocinando un milagro.

 

                                                                         4-El Naufragio

 

     En lo alto de Peña Dorada, guarecido entre las ruinas de una antigua torre medieval, Hipólito vio aparecer por poniente un barco afanándose en un desesperado intento de abocar a puerto. No podía ser otro que “el Perou”, el vapor francés que procedía de México y en el cual viajaba a bordo Enrique Aranda. Iba encaramado en las crestas de las olas como una marioneta deshilachada. Hipólito comprendió que todo esfuerzo de su capitán por alejarse de los acantilados iba a resultar inútil. La única maniobra que hubiese al menos aplazado el desastre era la de adentrarse de nuevo en el océano, pero la nave aunque pareció pretender virar en redondo se hallaba ya desarbolada y sin gobierno.

     Una ola descomunal alzó su quilla al aire para precipitarla más tarde hacia el abismo. Unos segundos después de nuevo vio al baro erguirse iluminado por un relámpago pero ya despedazado por el embravecido mar.

     Hipólito permaneció un rato inmóvil tratando de distinguir entre la espesa cortina de lluvia los últimos instantes del naufragio. Luego retrocedió empapado y tembloroso hacia el interior de su refugio, insensible a los arañazos propinados por el azote de las ramas espinosas que colmaban el desvencijado recinto.

     Aquella mañana parecía ir desgranándose igual que las otras. En el Español, Nacho servía el café y el orujo a Evaristo, el relojero. Un viajante de productos capilares cerraba un trato comercial con Serafín y Lucito, “el trascendente” ojeaba “El Faro del Cantábrico” en compañía de otros dos tertulianos madrugadores.

     -“Dos nuevos cadáveres hallados en la playa Blanca”- leyó en voz alta.

     - El mar siempre devuelve lo que quita.

     - No siempre, no siempre- se apresuró a corregir Lucito.

     - Es cierto, porque del cura no hay ni rastro- dijo uno que fumaba en pipa- Y ya nadie apuesta porque aparezca.

    - A don Mateo se le han comido los peces con sotana incluida. No pensaba en él sino en el cofre que portaba Enrique Aranda repleto de monedas de oro – Y adoptando un aire de profunda reflexión Lucito acabó diciendo-. Mira que he recorrido todas las playas y los acantilados pero todo ha sido inútil, sólo he encontrado baratijas oxidadas

   - Confío en que no hayas arrancado los dientes de oro a algún cadáver- apuntó el relojero.

   - Tal vez ese cofre que dices no viajara en el barco – dijo el de la pipa.

  - Ya lo creo, lo han asegurado en Santander y no sólo uno sino varios testigos. Y hay constancia que el capitán lo mantenía en custodia- Y Lucito añadió- Estoy seguro que alguien en este pueblo ha hecho las Indias sin salir del puerto.

     Evaristo saboreaba su copa en pequeñas dosis cuando entró Hipólito Lombera. Saludó cortésmente a los presentes y se acercó al relojero.

    - ¿Qué quieres tomar?

    - Café, gracias. ¿Llegó ya el reloj?

    - Sí señor, el mejor que fabrican en Suiza hoy en día, como dijiste que no repara en gastos.

    - Así es, siempre quise tener un buen reloj de bolsillo.

    - Y de oro de dieciocho quilates. ¿Es cierto lo que se rumorea, que andas detrás de la casa de Sisniega?

    - Sí, la quiero comprar, el viejo ya no tiene pensamiento de volver por aquí; se ha instalado definitivamente en Santander.

     El relojero lo miró con marcada expectativa.- Desde allí arriba nos vigilarás a todos.

     -Ya lo creo, no pienso quitaros el ojo de encima.

     Hubo una pausa breve e indecisa. Evaristo iba a preguntar algo, pero de pronto llegó Nacho con el café. Más tarde, en un impulso que ya no pudo evitar ni retrasar por más tiempo, Evaristo interrogó a Hipólito mirándolo con una fijeza intencionada.

     -Tu fuiste el primero en llegar hasta los restos del barco ¿no es así?

    - Hipólito asintió.

    - Vaya con el maestro, no crees que habría que aconsejar a Lucito que ya no pierda su tiempo buscando tesoros, porque una cosa es lo que dice aquí pero sé que todos los días rastrea la costa durante horas.

    - Déjale con esa ilusión, no tiene otra forma en la que emplear su tiempo.

 

 
                                    FIN

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