martes, 11 de septiembre de 2012

Cuento. El balcón de Doña Elvira


                 El balcón de doña Elvira

                               (Cuento escrito para la revista de la Asociación Cultural  
"La Encerrona" Nº 6 - 2012)     
 
Relato de los encierros de Ampuero y de ciertas peripecias fictícias que suceden a varios personajes conocidos, como Raúl Castro, Miguel Ángel Revilla, Pedro, el poeta, etc.
Suele decirse que en ocasiones la realidad supera a la ficción. En esta ocasión

aseguro que todo ha sido inventado, para tranquilidad de aquellos que creyeron que fue verdad lo que se narra, que no han sido pocos.             

 

     Llegó la fiesta y los pañuelos rojos vuelven a los cuellos. La ilusión contenida durante meses detona en trepidante actividad. A la procesión de la Virgen Niña sucede el jolgorio librado por los pasacalles de las charangas. Las estrechas avenidas y la plaza mayor se atestan con la afluencia de forasteros, todo es bullicio, vaivén reiterativo de música, voces enaltecidas y cohetes. Ya no se puede aparcar ni a tres kilómetros del pueblo y los bares comienzan a llenarse.

     A Patricio Martínez, alcalde de Ampuero, le notificaron a las diez de la mañana que Ignacio Diego acudía a presenciar el encierro junto al presidente de Cuba, que se encontraba de viaje en la capital cántabra con el fin de estrechar relaciones comerciales y buscar oportunidades de inversión entre las ciudades portuarias de La Habana y Santander. Fuentes de la consejería de cultura filtraron que al mandatario caribeño y a su séquito les ofrecieron la posibilidad de visitar Santillana del Mar y la Cueva de Altamira; pero lo que no imaginaron es que los cubanos se traían la hoja de ruta bien diseñada: acudir el domingo a la encerrona ampuerense.

     La respuesta de Raúl Castro fue categórica: “Mejor que en pintura prefiero ver los bueyes correr por la calle”.

     En la calle, lo que realmente se sentía era un calor implacable y las personas que han venido de fuera comentan lo mismo: “¡Qué suerte tienen los de Ampuero, siempre pega el sol en su fiesta!”. Estos días de septiembre son los más luminosos del calendario, se ve en la lejanía las montañas como si estuvieras mirando por un prismático.

     Pedro, el poeta, lo achaca al viento sur, el antecesor de los ventarrones que echan abajo las castañas y alguna que otra teja. Pedro, ya no tenía edad de correr el encierro pero ese año anunció a bombo y platillo en una tertulia del “Casino Habana”, que el domingo iba a situarse en lugar preferente para ver la manada descender el puente y enfilar la calle mayor y justo cuando se acercaran correr unos metros a lado de algún astado. Y es que Pedro saboreaba como nadie aquella fiesta y conocía al dedillo sus entresijos debido a la experiencia  y a una afición inquebrantable.

      Al llegar a la altura de la farmacia y atravesar la talanquera tuvo la sensación de estar traspasando un linde prohibido que abría las puertas a otra realidad. Apenas se introdujo unos pasos en este nuevo espacio sagrado vio con disgusto la comitiva, de concejales y guardia civil, que inspeccionaba los cierres del vallado y a su vez limpiaba el recorrido de gente inapropiada. En adelante caminó con cautela deseando pasar lo más desapercibido posible.

     Su sobrina le habló por teléfono dos días antes: “Ten cuidado con el encierro que te conozco, que tú no miras por la seguridad; ocurre una desgracia y luego todos a lamentar. También su amigo Jesús Garper le advirtió de modo franco. “Nosotros ya no estamos para estos folclores, ven a la casa de Piano Camino y lo ves todo desde el balcón”.

      Incluso el alcalde le sugirió que viese el encierro desde un mirador: “No juegues con la suerte, mira que vendrá el delegado del gobierno a percatarse en persona que todo se desarrolla con la máxima seguridad; que los tiempos no están para muchas  ínfulas taurinas”.

     “ Yo iré a mi aire y no pienso meterme en esos balcones que parecen latas de sardinas”.

     “¡Te advierto!”, dijo el alcalde en tono decidido, “que no te lleve a sorpresa si envío a un alguacil antes que tiren las bombas para que te detenga y no sales del calabozo ni para tomar los blancos”.

     El alcalde apenas tuvo tiempo de encontrar el balcón idóneo para albergar a sus inesperados huéspedes cuando sonó su teléfono anunciando otra novedad; también Miguel Ángel Revilla; De la Serna y Rosa Eva, la líder socialista, venían al encierro.

     Era la primera vez que un presidente de Cantabria acudía a Ampuero a presenciar la “encerrona”. Es como si a los políticos de esta región estar presentes en este espectáculo les aterrara. Hoy sin embargo ninguno parecía poner muchos reparos. Patricio Martínez incluso llegó a pensar que lo mismo el presidente de ARCA solicitaba un hueco en alguna solana estratégica del recorrido.

     En la calle los jóvenes que aguardaban los toros, afiliados al mismo rito y a equivalente reto, se unían en círculos afines, unos con actitud más estática y otros ejercían estiramientos musculares con el fin de mantener mejor la flexibilidad para rendir a la hora de la carrera. Todos en mayor o menor medida con los nervios a flor de piel y el latido de sus corazones precipitado por una pendiente.

     Pedro, el poeta, saludó a varios conocidos que se daban cita todos los años guiados por el mismo apego a la fiesta cuando sonó la primera bomba, la de prevención, la que obliga ya con urgencia a retirarse fuera del vallado a quienes no van a correr el encierro, la señal que también abre a los toros su recinto y los permite avanzar hasta el ruedo de la plaza.

     Resultó también el instante en el que recibió un toque de atención en la espalda. Al girar la cabeza reconoció el rostro de José Antonio, el municipal.

     “Me ha dicho el alcalde que debes acompañarme hasta el portal de doña Elvira”.

     “¿Y si me niego?” preguntó de forma mecánica.

     “Me temo entonces que habrá que suspender el encierro” respondió el municipal con temple entristecido.

     Hubiera deseado replicar pero guardó silencio y obediencia al juzgar que no era momento ni lugar oportuno para armar trifulca.

     “Y tal hecho no debe producirse, ¿no es así?”.

     “Pues no creo que le hiciera mucha gracia al presidente de Cantabria ni a Raúl Castro”.

     “¿A quiénes dices?”, indagó el de la Bárcena sorprendido, pues nada había trascendido de tales visitas.

     El policía explicó a Pedro el vaivén extremo de la jornada y que en los balcones principales ya no cabía un alfiler y al acalde se le ocurrió la idea de abrir varias casas abandonadas, entre ellas la de doña Elvira y colocar allí a unos cuantos. El alguacil abrió el portón cuyos goznes chirriaron como una jaula de grillos e invitó a Pedro a entrar.

     “Sube rápido para coger sitio porque aún tengo que ir a buscar a Revilla que es el último que falta por colocar”.

     Miguel Ángel Revilla comprobó con total desconcierto el portal oscuro donde lo habían dejado, arrastrando los zapatos y con el brazo extendido por si tropezaba en algún obstáculo logró tantear los peldaños de la escalera y el pasamanos.

     ”¡Por Dios, en menuda cueva me han metido!” clamó en voz alta mientras sacaba el mechero para iluminar el piso y profundizaba las caladas del puro que fumaba.

     “Seguro que todo esto ha sido idea de Ignacio Diego”.

     Los escalones crujían a cada paso y todo olía a polvorienta cerrazón. Llegó al piso con el estruendo de la segunda bomba y cruzó el pasillo orientado por la claridad y las voces procedentes del balcón abierto a la calle mayor.

     Toda la casa parecía un cofre cerrado que exhalaba un denso tufo a humedad y mugre, un revoltijo de muebles y estanterías apolilladas.

     En el balcón fue recibido con alborozo por Pedro, el poeta, que lo abrió paso hasta la primera fila. El alcalde también había instalado allí a los miembros de una peña taurina de la localidad francesa de Eauze, que habían venido ex profeso a ver el encierro y la corrida de la tarde.

     A sonar la tercera bomba, la definitiva, la que anuncia que los toros ya se encuentran en el recorrido, la calle reventó en un murmullo que aglutinó temores e impaciencias. La multitud respiró hondo en provisión de oxígeno y en las talanqueras y balcones interrumpieron las conversaciones, las sonrisas y todo movimiento innecesario. El espectáculo del encierro, tan célebre, tan intenso y extremado, tan misterioso e incomprensible daba comienzo y todos necesitaban estar alerta sin perder detalle de cuanto iba a suceder.

     Pedro bien enterado estaba de cómo eran los morlacos: bien armados, altos de cruz y de ancas, metidos de lomo y todos azabaches menos uno bronceado; y según sus confidentes, éste era el más peligroso porque derrotaba a diestro y siniestro y parecía no querer hermanarse.

     Una voz amplificada por cien gargantas anunció: “Ya vienen”. Los mozos emprenden la carrera sólo unos pocos, los más atrevidos y con mayor experiencia demoran la decisión porque quieren situarse junto a las astas. Los mansos arropan a cuatro de los morlacos y descienden el puente, la pendiente aunque ligera da alas a la torada.

     En el balcón el ánimo se solivianta. “¡No empujéis, no seáis bestias!” recrimina Revilla a cuantos tiene detrás porque lo presionan contra los balaustres en el afán de querer ver cuanta más calle.

     Pedro se percata de los primeros movimientos de estrategia, distingue entre otros a varios corredores de la Peña “El Burladero”, con sus inconfundibles camisas verdes dejándose caer hacia la manada; también a Sergio Rodríguez, el hijo de Toñón; a Juan, el de la Bárcena y a varios forasteros.

     Tratan de aguantar esos segundos de gloria donde se percibe el aliento del animal y obtener tal prebenda en el tramo más vistoso, donde los edificios sostienen una bella alternancia de miradores y solanas, donde se encuentran mayor número de espectadores y fotógrafos; el escenario idóneo para lucirse.

     Uno de los bravos rompe la formación y gana unos metros de ventaja, corre por la derecha demasiado pegado al vallado. Amenazante, poderoso; mira y cabecea hacia la legión de corredores pasivos, que de pié, ficticiamente acarician las traviesas de madera como posibles tablas de salvación. Pedro, hubiera estado allí, entre ellos, en el “tendido cero”, desoyendo todos los consejos, tragando saliva e inmóvil como esfinge y rogando que semejante enemigo pasara de largo cuanto antes.

     Los corredores optan por los toros escoltados por los cabestros, únicamente Sergio se planta ante el animal que es punta de lanza. Es joven y tiene facultades aunque la carrera es arriesgada. Cada décima de segundo el toro le lima terreno, se fija tanto que se posiciona en un abrir y cerrar de ojos en el centro de la calle a su persecución para el alivio de cuantos le esperaban junto a los tablones. Ha hecho hilo con él y “el graderío” ya piensa que no tiene posibilidades pero Sergio, que en ningún momento ha perdido la cara del astado, en el instante justo logra salirse por el costado izquierdo ante el mismo morro rizado del burel.

     El bronceado se une a los de atrás y se abren en abanico sin dar derrotes y aún hay jóvenes que pueden sostener una carrera a escasos metros de los pitones y antes de ser rebasados logran zafarse de las bestias sin producirse tropezones.

     A Revilla le ha gustado el espectáculo y con ánimo pletórico pregunta a Pedro, si vuelven a pasar.

     “Sí, van hasta la Pinta y allí dan la vuelta”.

     En un abrir y cerrar de ojos la manada vuelve bajo el balcón en dirección ahora hacia la plaza de toros.

     Pasan despacio y permiten a los jóvenes posicionarse con comodidad.  Para el líder regionalista todo parece haber salido a las mil maravillas y en el balcón se instala un aire de euforia, los franceses avivan el parloteo riendo y bebiendo de una bota de vino, que pronto llega a manos del ex presidente, que acepta la ronda con buen ánimo.

     Pedro, el poeta, no consigue que le entiendan, con el gesto crispado vocifera que el encierro no ha terminado.

     “¡Qué falta uno!”. Es el bronceado, el de astas grandes y simétricas. Va con la cara alta, fijándose y acometiendo aunque con escaso recorrido.  La calle se ha vaciado por completo y campa a sus anchas. Cada pocos metros se detiene y los pastores navarros que tratan de arrearlo desde atrás para que acelere el paso ya han esquivado dos o tres veces su embestida traicionera.

     Revilla adivina con esa convicción que hiela el corazón en los peores descubrimientos que la barandilla donde se apoya ha cedido. Ninguno a su alrededor advierte la eminencia del desastre, la atención se centra en el toro que ahora se detiene junto al balcón de doña Elvira, con la mirada clavada en la talanquera como buscando su punto débil para seguido arremeter y escaparse.

     Una de las zapatas que sostiene la armadura del suelo de la solana se fracturó, roída por las termitas y maltratada por las lluvias de un siglo, no resistió el peso. Fue justo la esquina donde se encontraba Miguel Ángel Revilla la que se desarbolo. Miró entorno suyo con desesperación, los pies se le hunden entre las maderas como si estuviera pisando un colchón de aire. La sacudida hizo que primero cayera de rodillas y luego ya sin suelo a sus pies se coló por la grieta. Uno de los franceses logró evitar la caída al echarse hacia atrás en el último segundo.

     Todos observan la escena boquiabiertos  y únicamente Pedro, el poeta, corre en ayuda del popular político con extraordinaria rapidez. La pérdida de un instante hubiera sido fatal; pero no titubeó y se precipitó para asir de las muñecas a Revilla y evitar su caída a la carretera. El cuerpo del de Polaciones quedó oscilando en el vacío, como el péndulo de un reloj gigante, ante el estupor de los espectadores que contemplaban el encierro.

     En el balcón presidencial, el alcalde de Ampuero sostenía a duras penas a Talia, la presunta esposa de Raúl Castro, tras sufrir ésta un desvanecimiento.

     Fueron segundos para rememorar. El toro en un arranque formidable se alzó a dos patas y embistió al bulto que pendía balanceante. El público tembló de emoción, la punta del pitón no alcanzó el cuerpo de Revilla por escasos centímetros.

     El toro retrocedió, tensó sus músculos como en afán de coger impulso y volver a lanzar su mole hacia lo alto. Revilla contempló de cerca la fiereza de sus ojos,  una mueca de horror provocó que a duras penas pudiera sostener el puro entre sus labios. Estaba perdido.

     El de la Bárcena entonces se arrodilló a su lado, algunos trozos de madera se desplomaron a la carretera, él también podía hundirse sin remedio en cualquier momento pero en un gesto formidable de coraje optó por rescatar a Revilla de una vez por todas de aquel singular apuro.

     Cuando el toro lanzó el derrote decisivo, justo en ese instante, Pedro logró izar el cuerpo de Revilla y sostenerlo en alto el tiempo suficiente para que lo agarraran los franceses.

     Al retirarse ambos del peligro no tardó en caer medio balcón a la carretera y algunas tablas dieron sobre el mismo burel que arrancó sobresaltado y como una centella hacia la Nogalera.   

      “Se libró de milagro” comentó el alcalde.

     “¡Qué chingón el de bigotes! hasta el final sostuvo el cigarro habano” exclamó Raúl Castro.

     “No podía ser otro que Revilla, siempre queriendo sobresalir y dar la nota” puntualizó finalmente el presidente autonómico con gesto de desaprobación.
                                        
S.B
                                                 - FIN-                                                                                                 
 

 

 

 

 

 

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